Lo mínimo: un biombo, dos intérpretes y el silencio. Comienza un dúo. Dos cuerpos pegados. Se arrastran, se doblan, se envuelven. No se despegan. Continúan el silencio, las respiraciones, el movimiento simbiótico que luego se torna mecánico. Hay una pelea especular entre ambos, cabeza con cabeza. Quieren y se pelean por "eso", que está ahí, entre sus manos. Uno, el vencedor, en un estado de euforia y craving subjetivo comienza a ingerir mucha (pero mucha!) azúcar. ¿Cuánto cada vez? Es inevitable la pregunta. Y la respuesta es el asco. El vencido se desvanece en sus brazos, y suplica ¿Cuándo me voy a sentir bien? Él quiere tener un botón de on/off, quiere estar en off. El otro, comienza a reavivarlo con "eso", azúcar. Le responde: con menos de 70 estas off, de 70 a 140 estás on, más de 140 te fuiste al carajo. El azúcar te sube, te baja, te prende, te apaga. El azúcar me recuerda al "soma", la droga inofensiva y químicamente lograda que ingerían los protagonistas de la novela "Un Mundo Feliz" de Adolf Huxley. Y…