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Domingo, 28 Abril 2013 23:58

La tarea del intérprete

Escrito por Gastón Exequiel Sanchez

Es jueves 11 de abril de 2013 y son casi las nueve de la noche. La ciudad poblada de los, ya célebres, autos, colectivos y motos; dejan ver cual arteria colectiva, el mandato de la calle; la velocidad del afuera y la ausencia de un adentro, la naturaleza reticente de brotes hormigonados. La insistencia del trabajo mueve a quienes huyen del miedo, mientras la voluntad se confunde con esperanza.

En “El Rojas”, precisamente adentro, allí; los sentidos aguardan silenciosos. Se pueden disipar y aquietar las perturbaciones irascibles, dejando anticipar un goce fugitivo y brillante como un relámpago. 

#1

Las nueve se hacen a punto y arriba, subiendo tres pisos por escalera, en la sala (“la cancha”) los espectadores se acomodan en orden de llegada. Suena una música calma de cellos y pianos que permite acomodarse con soltura. Sobre el escenario aguarda una persona que, a los hechos de estar en escena, permite pensar que se trata de una intérprete. Fácilmente identificable, la silueta de una persona se recorta, sentada sobre una banqueta, delante de un fondo blanco de forma rectangular que se ubica a lo alto; claramente se puede ver que este segmento se encuentra retirado de las paredes que lo rodean y que, a su vez, está acompañado de otro similar, también despegado de las paredes pero más cercano al fondo de la sala.

La persona, Verónica Maseda, aguarda sentada sobre la banqueta con su torso levemente direccionado hacia una diagonal y su mirada en dirección opuesta. La luz blanca que nos permite verla, excede los contornos del rectángulo que se presume iluminar, dejándonos ver el resto de la escena completamente vacía, muda, abiertamente disruptiva, inquietante en la serenidad y la apacible profundidad de la sala 

Una vez posicionados todos los espectadores, los cellos y pianos sueltan a la subjetividad el deseo de cada espectador, advirtiendo la atención a Verónica, cuando no a la totalidad.

Pasan los segundos y sólo las pestañas dejan ver el primer movimiento que luego se reiterará, muy tranquilo, durante algunos minutos. Claro está que el vientre debía percibir un leve movimiento de respiro, tan minúsculo y sereno que, tal vez, ni sus propias prendas podían distinguirlo.

Avanzan los segundos, pasa el tiempo y la imagen inicial se hace cada vez más fuerte. Justo antes de que todo se funda holísticamente, detrás del rectángulo blanco, aparece una persona y se acomoda. Parada y bien cerca de Verónica, aguarda. Se posiciona de frente al público y como Verónica, dirige la mirada hacia la misma diagonal. El tiempo: indefinible, apacible; sin afán, suelto de cuerpo y sin conocimiento… continúa. Desde el umbral que estampa la escenografía y sin dificultad, sale otra persona. Se posiciona cerca de las dos anteriores ya fundidas en el entorno y dirige la mirada hacia la diagonal. Esto se repite tantas veces hasta agotar la cantidad de personas que el programa anticipa.

La imagen queda detenida en el tiempo, durante algunos segundos, quizás minutos. Cuatro personas paradas, (Mariela Loza, Matías González Gava, Juan Guillermo Velásquez y Emanuel Ludueña) y dos sentadas en la banqueta (Verónica Maseda, Paula Almirón). Todos miran hacia la misma diagonal, como si pudieran perpetuar el tiempo, vertiendo luz sobre el título de la obra; salvo por el inesperado gesto de una de ellas que, espoleada tal vez por la impaciencia, mira por un instante al público y vuelve la mirada; dejando a las claras el compromiso apasionado que cada individuo debe tener ante la obra.

Luego la obra continúa. Más bien empieza. En un intervalo de segundos; muy tranquilos, uno a uno las personas se trasladan al otro rectángulo de color blanco. Cuando sólo falta que se traslade uno de ellos para reproducir la misma fotografía en el rectángulo vecino; éste (Juan Guillermo Velasquez), entre la penumbra que alberga el resto de la sala, se acerca sigilosamente hacia el público, sugestionando un devenir que a pesar de la tensión alcanzada, continua su paso y por un costado, se va de la escena.

La atención, entonces, vuelve a la foto fija del fondo, ya con un integrante menos. Las luces de colores blancas y rojas se amalgaman embelleciendo el contexto, animando una sensualidad femenina y su tendencia al hedonismo.

Tras algunos minutos, los demás personajes comienzan, uno a uno, a abandonar la escena, hasta que ésta queda deshabitada por completo. El espacio vacío, acicalado de energía venusina, persuade la sensibilidad contemplativa, mientras el tiempo (una vez más: indefinible, apacible), sin afán, suelto de cuerpo y sin conocimiento… continúa. 

Entra en escena Paula Almirón. Caminando con serenidad avanza pocos pasos, se aleja muy poco del umbral y, de frente al público, se ve dirigida a seguir movimientos armoniosos, aunque advierte dificultad; los resuelve imperceptibles. Se suma la gravedad y la densidad con la energía envolvente del espacio, de manera que los elementos propiamente venusinos se hacen ostensibles en ella.

Sobre la escenografía rectangular de color blanco, se proyectan fotografías minimalistas consecuentes con el nombre de la obra. Fotografías inmóviles, que de otra manera dejarían de serlo. Fotografías superficialmente fijas, que, en su mayoría, expresan bordes precisos y siguieren un fuera de campo adyacente, por ejemplo: el fragmento de una puerta entre abiertas (o entre cerradas), con un adentro (y/o afuera) incierto; completamente detenida en el tiempo, sin posibilidad alguna de abrirse o cerrarse, como seguramente los bailarines intentarán narrarnos en el desarrollo de la obra.

En este contexto Paula Almirón continúa; prolonga los movimientos y reanuda series, incorpora energía y la conserva, de modo tal que no sepamos bien qué la mueve, sino que la mueve. Este efecto se manifiesta con una porción de goce y otra de temor, hasta que, ya reiteradas una y otra vez las matrices de movimiento, convive en la escena con Verónica Maseda en un dúo, inicialmente brioso, luego un tanto beligerante, como el resto de los dúos que se irán sucediendo. Digno, quizás, de todos los trabajos de Emanuel Ludueña que, con el sello y la garantía de sus cometidos, albergan dúos elaborados con destrezas físicas, que residen en cada bailarín y son muy bien logradas bajo su dirección.

Por momentos, el silencio vuelve como al principio y se repite más de una vez, como si estuviese cerrando algún acto, alguna parte de un algo o un todo. A veces, con la sala vacía; otras, con alguien a disposición. En la sala, a todos parece gustarles el silencio. Cuando, a lo lejos, se oyen los sonidos de la calle, entonces, Emanuel Ludueña baila sin música y, además, sin los sonidos. ¡Qué potente sería poder aplicar los sentidos en esos momentos! Aunque no siempre sucede, no siempre se alcanza. No, no. No siempre.

#2

Los trazos que revelan el movimiento de estas personas están enmarcados por entradas y salidas, aludiendo a la propensión propia y genuina de cualquier esfuerzo humano, que lejos del trabajo en pos de una torre de Babel por la que Dios pueda deslizarse con toda su justicia, es su carácter fragmentario, lo que precisamente lo distingue de la prolongación infinita y monótona; puesto que reconocemos que la riqueza de una personalidad consiste cabalmente en su capacidad de prodigarse fragmentariamente.

Esta cualidad que la obra y sus partes desvelan, se manifiesta en recorridos circulares de los, ahora intérpretes, que a disposición del espacio alargado se desplazan buscando esa posición ensayada para volver a iniciar una relación, ya sea con alguien presente en escena o un alguien que reside en la profundidad de esa diagonal tan acentuada. Ésta cualidad fragmentaria alude al establecido lenguaje de Emanuel Ludueña; fruto de líneas muy claras, movimientos escrupulosamente definidos, secuencias que no deslizan un desperfecto que, en esta oportunidad, signan una totalidad movimientos y apariciones fragmentarias; dando lugar a creer que, como dice Sören Kierkegaar, toda creación humana tal como nosotros la entendemos será siempre una cosa póstuma, nunca titulando así a un trabajo completamente acabado.

Sören Kierkegaar, en su obra De La Tragedia, afirma: “el arte, pues, consiste en producir artísticamente el mismo efecto, la misma desprolijidad y transitoriedad y el mismo pensamiento discontinuo que es característico del profundo desamparo”.

Muchas veces, es en razón de esa imperfección asumida como indiscutible, que se abandona enteramente al intérprete a su suerte, de tal manera que éste se convierte en su propio creador; desamparado de toda dramaturgia, tantas veces necesaria… Necesaria, por ejemplo, en cada vez que se quiera trascender a la persona humana que representa, cual personalidad o máscara, y se la quiera conducir hacia la intención profunda de vincular el uno con el todo o hacia la intención de, cómo quién dice… “conectar”.

De ahí que ésta ausencia de la dramaturgia, en varias oportunidades, constituya un verdadero pecado y el motivo fundamental de que no haya “obra”. O, en todo caso, el motivo de que sólo quede una obra sufriente, en el sentido más riguroso del término, ya que la fuerza de la que se origina ha perdido por completo su trascendencia, y, en tales circunstancias, al espectador sólo le resta gozar de su propio gozo.

Una vez más, vuelvo a Sören Kierkegaar, quién dice; “muchas veces las interjecciones de las ideas no hacen más que mostrar el lomo pero sin tumbarse jamás el todo.”

#3

En “INMÓVIL”, como en muchas obras que en nuestra cofradía bregan porque en cada una de sus reuniones se halle una renovación y un renacimiento, se encuentran exultantes interpretaciones individuales y rebosantes labores de equipo, valiosas intenciones de acepción en la forma, movimientos propios del autor de la obra (mejor representados en algunos que en otros) y, como excepción, que no es un dato menor, una preciosa fotografía. 

Es lenta porque intenta representar el crecimiento “orgánico y natural” (educado) del tiempo real y el principio de la forma, pero como muchas obras de autorías avezadas en el arte de la danza que pueden alcanzar la invencibilidad en aquello que refiere al movimiento devenido en coreografías, pero que ignoran, o desconocen, la vulnerabilidad del deseo como una fuerza egoica expresada a través de la forma, que debiera trascender, porque, no sólo es imposible de satisfacer, sino que obnubila la conciencia; situando a las personas que tienen enfatizada la velocidad en una vivencia muy incómoda.

Será a falta de una dramaturgia para congregar sus partes en movimiento, ó será por una soberana confianza en el arte del movimiento físico. Pero, sea por una o, por excelencia, las dos, hace falta un eslabón que prevenga las contingencias interpretativas, logrando coincidir el deseo y la necesidad en lo que acordamos en denominar: obra.

Sin pretender adoptar una postura absoluta, pero sin escaparle tampoco a la verdad, he de decir que “Inmóvil” invita al goce y el hedonismo, escapando al sufrimiento; de tal manera que la reflexión, producto de un reflejo, se viste de reacción. Lo dicho no va en desmedro de lo indicado en párrafos anteriores, de modo tal que, con “Inmóvil”, el espectador interesado podrá disfrutar de una obra de Emanuel Ludueña, llena de armonías ideales, fruto del trabajo y el valioso esfuerzo, y, del propósito de contemplación, quietud, paz y armonía tan difícil de conseguir, que, como bien ha sido indicado por Raimon Panikkar en su libro Iconos del misterio. La experiencia de Dios: 

 “se alcanza no cuando queremos no querer, ni siquiera cuando meramente no queremos, sino cuando la voluntad no hace ruido, a saber, cuando se mueve armoniosamente en el todo, por no decir en el tao”.

 

Un texto para: Inmóvil // dirigida por: Emanuel Ludueña

 

 

 

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