“Confesamos sin tardanza que cualquiera de ambas vías nos llevará al mismo resultado” (Freud, Lo Siniestro, 1919) Arriba, una mujer-niña corre en lo alto del teatro. Parece un personaje que se ha escapado de una película de terror hollywoodense. Sus pelos exageradamente largos y tupidos ocultan su rostro y su espalda, sus manos firmes hacia el piso acompañan el trote torpe y ruidoso, tosca corrida de un cuerpo entumecido, ¿muerto quizás? Apagón. Empieza a construirse un desconcierto. Suenan los pies en el piso ¿Son dos? ¿Son tres? ¿Son cuatro? Suenan por todos lados, rodean al espectador. Abajo, un espacio extraño, donde un sillón parece estar en estado de derretimiento y una columna que nada sostiene atraviesa la escena hasta el techo, en soberbia vertical, organizando el escenario en un punto central. La obra comienza con una serie de caminatas que las bailarinas (una o las dos) realizan alrededor del monolito circular y el sillón-no sillón. Caminar, un acto simple que ha revolucionado la historia de la danza, el acto que marca el antes y el después de la historia del…